PURA VIDA


22 mar 2007

Siguiendo la luna




El estadio monumental, propiedad del Club Atlético River Plate, tiene una capacidad total de 66, 450 espectadores. La noche del 18 de marzo, el prónostico del tiempo arrojaba 23 grados centígrados a los 50 mil personas reunidas para ver a Roger Waters, en la segunda noche consecutiva de su Lado Oscuro de la Luna.
Una semana antes dos razones me habían obligado a desistir del mejor concierto que alguna vez hubo en Lima ( todos mis amigos, dixit). La primera: los absurdamente elevados precios. La segunda: (salvando las diferencias) el consuelo de haberlo visto, en Chile y en el 2001, en su gira In the Flesh.
En Buenos Aires, dudé durante unos minutos, y mientras mis acompañantes viajeras tardaron menos tiempo en convencerme, finalmente accedí a la oferta del recepcionista de mi hotel ( me ofreció conseguirme la entrada incluido el transporte).
La noche siguiente me recogió un guía argentino que llevaba también a tres ingleses. Las entradas que nos consiguió el guía nos mandaron hacia Belgrano Alta.
Desde mi ubicación veía el escenario y al resto de los 49 000 asistentes.
A mi lado derecho, los ingleses en absoluto silencio ( No logré determinar si se debía a su impresión o su total indiferencia). Al izquierdo, una pareja cuarentona y un amigo de esta olían a marihuana y me sonreían cortesmente.
Con 12 minutos de retraso, Waters apareció en el escenario. Y unos metros arriba mío, más de veinte aviones sobrevolaron el estadio – con intervalos de cinco minutos- confundiéndose con los efectos especiales.
La primera parte fue una hora y media de guitarras psicodélicas, coros impresionantes, chanchos voladores y tiranos ridiculizados. Aplausos y un breve descanso.
De regreso, una luna artificial brillaba sobre tres pantallas gigantes y daba la bienvenida a la mejor parte del concierto. Porros iban y venían y un prisma regalaba los siete colores del arco iris a los presentes.
Con the wall, una gentil cortesía del inglés más querido esa noche, el estadió bailó, coreó a la voz de los niños del instituto de River Plate y tembló y tembló.
Una última canción despidió la segunda hora y media de concierto y a Roger Waters de miles y satisfechos asistentes. El estadio se vació en minutos y en la cancha sólo quedó la marca de la luna.
Sobre mi cabeza, pocas nubes y algunas estrellas que hubiera podido coger con las manos.
(Nunca estuve tan cerca del cielo).