El estadio monumental, propiedad del Club Atlético River Plate, tiene una capacidad total de 66, 450 espectadores. La noche del 18 de marzo, el prónostico del tiempo arrojaba 23 grados centígrados a los 50 mil personas reunidas para ver a Roger Waters, en la segunda noche consecutiva de su Lado Oscuro de la Luna.
Una semana antes dos razones me habían obligado a desistir del mejor concierto que alguna vez hubo en Lima ( todos mis amigos, dixit). La primera: los absurdamente elevados precios. La segunda: (salvando las diferencias) el consuelo de haberlo visto, en Chile y en el 2001, en su gira In the Flesh.
En Buenos Aires, dudé durante unos minutos, y mientras mis acompañantes viajeras tardaron menos tiempo en convencerme, finalmente accedí a la oferta del recepcionista de mi hotel ( me ofreció conseguirme la entrada incluido el transporte).
La noche siguiente me recogió un guía argentino que llevaba también a tres ingleses. Las entradas que nos consiguió el guía nos mandaron hacia Belgrano Alta.
Desde mi ubicación veía el escenario y al resto de los 49 000 asistentes.
A mi lado derecho, los ingleses en absoluto silencio ( No logré determinar si se debía a su impresión o su total indiferencia). Al izquierdo, una pareja cuarentona y un amigo de esta olían a marihuana y me sonreían cortesmente.
Con 12 minutos de retraso, Waters apareció en el escenario. Y unos metros arriba mío, más de veinte aviones sobrevolaron el estadio – con intervalos de cinco minutos- confundiéndose con los efectos especiales.
La primera parte fue una hora y media de guitarras psicodélicas, coros impresionantes, chanchos voladores y tiranos ridiculizados. Aplausos y un breve descanso.
De regreso, una luna artificial brillaba sobre tres pantallas gigantes y daba la bienvenida a la mejor parte del concierto. Porros iban y venían y un prisma regalaba los siete colores del arco iris a los presentes.
Con the wall, una gentil cortesía del inglés más querido esa noche, el estadió bailó, coreó a la voz de los niños del instituto de River Plate y tembló y tembló.
Una última canción despidió la segunda hora y media de concierto y a Roger Waters de miles y satisfechos asistentes. El estadio se vació en minutos y en la cancha sólo quedó la marca de la luna.
Sobre mi cabeza, pocas nubes y algunas estrellas que hubiera podido coger con las manos.
(Nunca estuve tan cerca del cielo).
Una semana antes dos razones me habían obligado a desistir del mejor concierto que alguna vez hubo en Lima ( todos mis amigos, dixit). La primera: los absurdamente elevados precios. La segunda: (salvando las diferencias) el consuelo de haberlo visto, en Chile y en el 2001, en su gira In the Flesh.
En Buenos Aires, dudé durante unos minutos, y mientras mis acompañantes viajeras tardaron menos tiempo en convencerme, finalmente accedí a la oferta del recepcionista de mi hotel ( me ofreció conseguirme la entrada incluido el transporte).
La noche siguiente me recogió un guía argentino que llevaba también a tres ingleses. Las entradas que nos consiguió el guía nos mandaron hacia Belgrano Alta.
Desde mi ubicación veía el escenario y al resto de los 49 000 asistentes.
A mi lado derecho, los ingleses en absoluto silencio ( No logré determinar si se debía a su impresión o su total indiferencia). Al izquierdo, una pareja cuarentona y un amigo de esta olían a marihuana y me sonreían cortesmente.
Con 12 minutos de retraso, Waters apareció en el escenario. Y unos metros arriba mío, más de veinte aviones sobrevolaron el estadio – con intervalos de cinco minutos- confundiéndose con los efectos especiales.
La primera parte fue una hora y media de guitarras psicodélicas, coros impresionantes, chanchos voladores y tiranos ridiculizados. Aplausos y un breve descanso.
De regreso, una luna artificial brillaba sobre tres pantallas gigantes y daba la bienvenida a la mejor parte del concierto. Porros iban y venían y un prisma regalaba los siete colores del arco iris a los presentes.
Con the wall, una gentil cortesía del inglés más querido esa noche, el estadió bailó, coreó a la voz de los niños del instituto de River Plate y tembló y tembló.
Una última canción despidió la segunda hora y media de concierto y a Roger Waters de miles y satisfechos asistentes. El estadio se vació en minutos y en la cancha sólo quedó la marca de la luna.
Sobre mi cabeza, pocas nubes y algunas estrellas que hubiera podido coger con las manos.
(Nunca estuve tan cerca del cielo).